Al plantearme la directora un papel semejante, lo primero que me pregunté, como casi todas las mujercillas de última generación, fue: ¿qué me pongo? La dire se niega a banalizar a la conciencia con un mero disfraz de Pepito Grillo. Lástima, porque el traje me hubiera quedado de maravilla. Y pensar que probablemente me esté equivocando con el verbo “banalizar”, y debiera haber usado en su lugar un “sobreexponer”, o incluso hacer de mí el sujeto de su subordinada: “se niega a hacer a la conciencia sobreactuar...”
Todos los que entiendan la obra entenderán también la decisión de la directora de no hacer de mi personaje un Pepito Grillo, ni desdoblarme en un angelito y un demonio. Si se me permite un tono de presunción, soy, en gran medida, el motor de la acción de la obra. Y si no, ya me dirás tú quién impulsa al hombre a pararse a pensar sobre su culpabilidad, a decidir limpiarse esa mancha en forma de pensión que le llega mes a mes. Yo, por supuesto, su problemática conciencia. Y no creáis que se lo he tenido que gritar al oído una y otra vez, no, él solito ha llegado a esa conclusión. Hoy en día, nadie me hace caso, todos se rigen por su vanidad y egoísmo. Así que encontrar alguien que me haga caso me hace feliz, y con ello no tengo más que interactuar con él, que bien merecido tiene ese abrazo.
Sin embargo, raro era encontrar a un hombre puro, un hombre capaz de ir a contracorriente. Dicen que la intención es lo que cuenta, pero, ¿qué hacer cuando te olvidas de tu intención? ¿Qué le pasa a la conciencia cuando la olvidas, cuando la abandonas, cuando te dejas llevar por hombres que pasen por allí? No abandonarían a un bebé, ni a una mascota, pero a la conciencia sí: la pisotean, se desvanece y muere, cual sombra tejida a los pies de un Peter Pan que vuela en las alas de la fama.
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