jueves, 16 de septiembre de 2010

Yo, Clara, por María Moreno

Me llamaron del hospital. ‘¿Es usted Clara? Tenemos a su amigo aquí… está grave… ella estaba de copiloto…murió.’

Ahora ya sólo son recuerdos. Todo pasó rápido y todo, al parecer cambia. 

Me esforcé para conseguir una pensión digna y cuando descubrí su intención me vino a la mente lo ridículo que puede resultar un cojo sin pensión, sin trabajo… aunque a él le venga mejor.

Es lo que pasa con la amistad, que te brinda numerosas sorpresas. Un día te avisan para que vayas al hospital; otros días te encargas de sus asuntos burocráticos y otros, te enteras por la televisión de que se está convirtiendo en un fenómeno de masas. La amistad y las circunstancias te dejan perpleja. 

Además, nunca sabes de donde van a salir los buenos amigos o los buenos enemigos. El HQPPA no sé si consigue cautivarme, no sé qué trata de hacer, si ayudar o es sólo un maquiavélico interés personal. Lo único que sé es que sus palabras parecen siempre las correctas, efectivas y atrayentes. 


Toda la situación se me está yendo de las manos y mis palabras no han conseguido solución. Mi amigo, erre que erre, va a salirse con la suya y yo me he quedado atrás en sus ideas. 

A pesar de todo, ¿conseguirá lo que pretende? ¿será la solución correcta? ¿deberíamos seguir los consejos del HQPPA? ¿Mi amigo es un fenómeno? ¿tenemos que creer a pies juntillas las palabras del Presidente? Juzguen ustedes mismos porque esto es teatro, creo que hay que dar carta abierta a todas sus opiniones, y disfruten. 

La Conciencia, por Jen Tan

Al plantearme la directora un papel semejante, lo primero que me pregunté, como casi todas las mujercillas de última generación, fue: ¿qué me pongo? La dire se niega a banalizar a la conciencia con un mero disfraz de Pepito Grillo. Lástima, porque el traje me hubiera quedado de maravilla. Y pensar que probablemente me esté equivocando con el verbo “banalizar”, y debiera haber usado en su lugar un “sobreexponer”, o incluso hacer de mí el sujeto de su subordinada: “se niega a hacer a la conciencia sobreactuar...”

Todos los que entiendan la obra entenderán también la decisión de la directora de no hacer de mi personaje un Pepito Grillo, ni desdoblarme en un angelito y un demonio. Si se me permite un tono de presunción, soy, en gran medida, el motor de la acción de la obra. Y si no, ya me dirás tú quién impulsa al hombre a pararse a pensar sobre su culpabilidad, a decidir limpiarse esa mancha en forma de pensión que le llega mes a mes. Yo, por supuesto, su problemática conciencia. Y no creáis que se lo he tenido que gritar al oído una y otra vez, no, él solito ha llegado a esa conclusión. Hoy en día, nadie me hace caso, todos se rigen por su vanidad y egoísmo. Así que encontrar alguien que me haga caso me hace feliz, y con ello no tengo más que interactuar con él, que bien merecido tiene ese abrazo.

Sin embargo, raro era encontrar a un hombre puro, un hombre capaz de ir a contracorriente. Dicen que la intención es lo que cuenta, pero, ¿qué hacer cuando te olvidas de tu intención? ¿Qué le pasa a la conciencia cuando la olvidas, cuando la abandonas, cuando te dejas llevar por hombres que pasen por allí? No abandonarían a un bebé, ni a una mascota, pero a la conciencia sí: la pisotean, se desvanece y muere, cual sombra tejida a los pies de un Peter Pan que vuela en las alas de la fama.

martes, 10 de agosto de 2010

La Señorita de la Seguridad Social, por Silvia M. López Torepe



De las primeras cosas que aprendí del teatro es que tienes que defender a tu personaje por encima de todo. Da igual que seas un asesino en serie. Tú tienes que defenderlo como si te fuera la vida en ello frente al resto. Tienes que comprenderlo y quererlo, porque tú eres el personaje, porque tú eres quien ha asesinado, porque tú sabes los motivos por los que lo asesinas, porque tú razonas, actúas, sientes como el asesino que eres (durante la representación). Acto seguido me explicaron que no era necesario que yo asesinara a gente para meterme en la piel de un asesino. 

A veces la línea que separa realidad y ficción es muy delgada, a pesar de que todos te explican que los límites entre tú y tu personaje tienen que estar bien delimitados desde el primer momento. Así, actores que pasaron muchos meses preparando un personaje conflictivo rozaron la locura. Así lo afirmaba sin pudor Jack Nicholson en referencia a un papel que se ha convertido prácticamente en un símil de maldición: el “jocker”. Ahí queda para la historia ese óscar póstumo a Heath Ledger por su enorme interpretación, en mi modesta opinión, de este personaje. Fue su último trabajo. Muchos piensan que el “jocker” le”consumió”, le “absorbió” totalmente su “vida real”.

La mayoría de los profesores y directores que he tenido, me pedían que asociara los sentimientos del personaje que estuviera interpretando a experiencias personales, para evitar que estuviera hueco por dentro. En mi caso, más que buscar en mí, busqué en otros. Todos hemos topado alguna vez con un trabajador burocrático como la Señorita de la Seguridad Social: antipático, impaciente y carente de cualquier tipo de empatía.
El texto quiso que la primera parte de la escena me invitara a resaltar estos aspectos. La Señorita de la Seguridad Social es en cierto sentido una máquina, que va despachando a la gente de una agobiante cola, como si estuviera en una carnicería. Los afectados le cuentan su historia – como no podía ser de otra manera, la señorita exige brevedad con exasperación - y ella ofrece la solución ipso facto. Le han enseñado a ser rápida y eficaz. Hacía referencia unas líneas más arriba a su deshumanización en el sentido de que tú le haces una pregunta y ella automáticamente te contesta, como si alguien hubiera pulsado el “play” de una “cassete” (que comparación más desfasada en el tiempo) y recitara de memoria su discurso para concluir con una falsa sonrisa. Como les sucede a las cajeras del supermercado al que vamos todos los días: “buenos días, señor”, una sonrisa de oreja a oreja, “hoy tenemos de oferta las patatas al punto de sal, ¿le interesa?”, decir el precio, preguntar si tiene tarjeta del establecimiento, sonrisa de oreja a oreja y “que tenga un buen día, señor”. Si uno de estos detalles falla, por lo que sea, porque somos humanos y no todos los días tenemos el cuerpo para sonreír a ciertos clientes, o porque olvidamos una de las ofertas que deberíamos promocionar, ahí surgirá alguno de nuestros superiores, como las setas en otoño, para darnos un toque de atención.

El automatismo no está sólo en los contestadores automáticos (“para salir pulse cero, para opciones personales pulse uno...”) o en las máquinas que amablemente nos atienden cuando queremos reservar un billete de tren (“Elija su destino; Galicia; no le he entendido, por favor repita; (gritas) Galicia; no le he entendido, por favor repita; (gritas más) Galicia; no le he entendido, por favor repita; (gritas desesperadamente) Galicia; ha dicho usted Alpedrete. Por favor, confirme su repuesta; tiras el teléfono al suelo). El automatismo está también en esa funcionaria del ministerio de becas que tras un monótono “el siguiente”, te está esperando al acecho, para lucirse, para demostrarte que le preguntes por la beca que le preguntes, ella será capaz de sacarte ipso facto el montón de hojas que te corresponde firmar, y te lo explicará tan rápidamente que, cuando hayas conseguido recoger todas tus hojas, - lo cual es un primer logro - , necesitarás después tu tiempo para asimilar todas esas instrucciones. Un último ejemplo: la azafata con cara de acelga, que muestra su enfado a la hora de explicar, después de haberlo hecho quinientas veces en su vida, dónde están las salidas del avión.

Pero puede darse el caso de que un día, cada vez que la azafata muestre una salida la gente responda con un “olé” y que la aplaudan después de su explicación. Es en estos días, cuando ni la azafata más amargada y reprimida, la más estresada y absorbida por la vorágine de una sociedad en la que no hay tiempo de gestos humanos, es incapaz de no esbozar una sonrisa. Seguramente muchas de ellas se irían sonriendo de verdad, pensando en cómo le contaría a sus compañeros que los de la clase turista tienen ganas de gresca.

Creo que la Señorita de la Seguridad Social tiene algo de esto, aunque no reaccione de la misma manera. Comienza siendo fría, seca, cortante con el hombre. Pero la curiosidad le va picando morbosamente hasta que termina anonadada con las historias que le cuenta aquel hombre. Este proceso de transformación en la Señorita, pasará por su esperpentización. Deja de ser un estereotipo de la sociedad en la que vivimos para ser un fantoche, que actúa gesticulando ridículamente. El Hombre puede manejar los hilos de la muñequita a su antojo. De ahí la tristeza y, quizás, el desconcierto que le provoca a la señorita la marcha del personaje masculino. 

Creo sinceramente que mi personaje (junto al del Guardia) es el más entrañable. La escena de la señorita, junto con la del Guardia y la del Ciudadano 1 es la que más me gusta. Igual es porque como es el que tengo que representar, lo defiendo a muerte como me enseñaron. Pero lo cierto es que desde la primera vez que leí su parte ya empecé a poner esas caras raras que se señalan en las acotaciones, y me enamoré de este personaje desde el minuto uno.

Termino con una última reflexión. Decía Buero Vallejo que lo mejor de Valle se daba cuando no era fiel a su teoría. Yo no puedo ser indiferente en Martes de carnaval al militar que mata a su hija, o al conmovedor abrazo entre el preso catalán y Max Estrella, en Luces de bohemia. De la misma manera, el final de la escena de la señorita me da qué pensar. Parece que en ella se ha despertado algo nuevo. Y quizás el Hombre tenga razón y la Señorita le olvide y olvide todo lo que han compartido cuando se vaya. Pero también puede ser que la señorita no lo olvide. La obra no nos permite ver si este cambio afecta a la señorita positivamente, o al contrario todo sigue igual que siempre. He aquí la magia del teatro: los personajes seguirán teniendo vida más allá del espectáculo, y nosotros podemos especular sobre qué les deparará el futuro. Pero tan sólo son eso: especulaciones.

El Locutor, por Agnès Carchereux

Mi personaje tiene el papel complejo del periodista, cuya visión de los eventos tiene que ser neutral, sobre todo en esta situación extraña, inhabitual, de un hombre que quiere que le quiten la pensión. Antes que nadie, el periodista es testigo de lo que ocurre y del impacto de tal situación en la gente. Sabe analizar el comportamiento de las diferentes personas implicadas, sacar lo esencial sin pararse en los detalles con menos importancia - que a veces si que parecen más atractivos que la información en ella misma. 

¿Encontrará la manera de dar elementos de reflexión a la gente sin imponer una visión?

El Cojo, por Eduardo M. Bravo

Yo soy el famoso cojo, y esta historia narra un hecho importante en mi vida. Después de una gran tragedia parecía que mi vida había vuelto a una cierta normalidad, hasta que un día empiezo a cuestionarme si mi vida (mantenida por el estado mediante una pensión) es merecida, porque de esa noche fatal, en la cual perdí mi pierna, no recuerdo nada.

Sé que algún día recordaré qué pasó, pero mientras tanto no puedo vivir aprovechándome de una paga que puede que no me merezca. Clara, mi amiga y abogada, mi paño de lágrimas y mi ayudante, me acompañará, pero cuando uno está envuelto en dudas existenciales no se puede escuchar otra voz que no sea la propia, (y más aún cuando tu conciencia eres tú, o es ella la que te domina, o eres tú quien domina a tu propia conciencia….)